Ya no importa si es verdad o es mentira, lo único que cuenta es que se pueda probar.
Un postulado así, nos deja totalmente indefensos frente al descaro de la mentira flagrante, repetitiva y sistemática.
Tener que probar la verdad o la mentira, reduce la realidad a una duda permanente y corrompe las relaciones instalando la desconfianza como norma.
El pacto social se descompone.
El lenguaje pierde sentido. Ya no importa si logro entender lo que me querés decir, si no puedo confiar en la veracidad de tus dichos.
Tener que probar verdades y mentiras es asumirnos contrarios. Equivale palparnos de armas antes del abrazo y luego de él, revisarnos los bolsillos a ver si la billetera todavía está allí. Es imposible entretejer la amistad social ante semejante avance de la impunidad verbal e intelectual.
Y digo impunidad, porque la prueba, la verdadera prueba que sería necesaria para probar todas las verdades y todas las mentiras finalmente tendría que ser la de la justicia, a la cual, y gracias a tantísimos ejemplos, también tendemos a no creerle. Por otro lado, aunque la justicia fuera realmente lo que debe ser, sería y es imposible llevar cada duda a los estrados. Un verdadero disparate.
Hay un método, sí, bastante sencillo para distinguir entre lo veraz y el engaño: los hechos. Los hechos son como los frutos que invariablemente me remiten al árbol. Nadie tiene que probar que ese limón viene del limonero. No es necesario. Es obvio.
Los frutos de este tiempo, desgraciadamente nos muestran que asumimos, aceptamos, alentamos, repetimos, decimos y defendemos una cantidad tal de mentiras que nos han insensibilizado. Padecemos el síndrome de Estocolmo, y cautivos por hordas de mentirosos comenzamos a amarlos.
Mintiendo se esconde la muerte, el robo, el abuso, la corrupción, la inmoralidad, la hipocresía, la incapacidad, la intolerancia, el autoritarismo y cuánto flagelo se les pueda ocurrir agregar a la lista.
No importa de donde venga la mentira, porque siempre es mentira y siempre me aleja de la verdad. Frente a la mentira quedamos indefensos y vulnerables. Expuestos y desnudos.
Marchamos válidamente en las calles contra las violencias pero omitimos que mentir también es violencia, porque quién miente oculta la verdad y al ocultarla, tuerce mis decisiones o me induce a elegir aquello que no me conviene o me daña.
Cada mentira que creo me hace menos libre y eso, eso también es violencia. Con cada mentira que digo o repito, soy parte del círculo y sigo sumando víctimas.
Vamos llegando a la fiesta de Pentecostés y el Espíritu quiere soplar fuerte; quiere, pero hay que abrir puertas y ventanas. Viene susurrando palabras antiquísimas pero más que nunca, imprescindibles: “La verdad los hará libres” dijo por allí Jesús. Imprescindible.
Invoquemos en esta fiesta al Espíritu Santo para que a todos, creyentes o no, nos regale la gracia de poder vivir en la verdad, ser constructores y defensores de ella y de una vez por todas, aborrecer la mentira. Lo demás, vendrá por añadidura y sin darnos cuenta, día a día iremos siendo más libres.
P. Muttini
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