No una sola, sino muchas, serán las angustias del pobre
pecador moribundo.
Atormentado será por los demonios,
porque estos horrendos enemigos despliegan en este
trance toda su fuerza para perder el alma que está a
punto de salir de esta vida. Conocen que les queda poco
tiempo para arrebatarla, y que si entonces la pierden, jamás será suya.
No habrá allí uno solo, sino innumerables demonios, que rodearán al moribundo para perderle. (Is., 13, 21).
Dirá uno: «Nada temas, que sanarás.»
Otro exclamará:
«Tú, que en tantos años no has querido oír la voz de
Dios, ¿esperas que ahora tenga piedad de ti?»
«¿Cómo
—preguntará otro—podrás resarcir los daños que hiciste,
devolver la fama que robaste?»
Otro, por último, te dirá:
«¿No ves que tus confesiones fueron todas nulas, sin dolor,
sin propósitos? ¿Cómo es posible que ahora las renueves?»
Por otra parte, se verá el moribundo rodeado de sus
culpas. Estos pecados, como otros tantos verdugos—dice
San Bernardo—, le tendrán asido, y le dirán: «Obra tuya
somos, y no te dejaremos. Te acompañaremos a la otra
vida, y contigo nos presentaremos al Eterno Juez.»
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